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El 26 de diciembre de 2010 gritos de “¡Policía Federal!”, seguidos de disparos en la cerradura de la puerta de un departamento, en el centro de esta ciudad, interrumpieron la reunión de fin de año en la que estaban R. y W.
Hombres vestidos de civil, con pasamontañas y armas largas, entraron y preguntaron por personas que eran desconocidas para los jóvenes; a éstos y a otra chica los golpearon, los ataron con cinta canela, los sacaron del edificio y los metieron en camionetas que esperaban en la calle, también con gente fuertemente armada.
“En la calle estaba una patrulla de la Policía Municipal. Eran cuatro policías, también encapuchados, vigilando las tres o cuatro camionetas de los que nos sacaron en la noche. Nos cubrieron los ojos con cinta canela y nos trajeron paseando hasta las seis de la mañana, hasta que nos llevaron a una bodega, donde llegaron otras camionetas con más gente”, recuerda R.
W. –quien dice que a ella y a una persona moribunda les apagaban cigarros en la nuca mientras circulaban por la ciudad y la carretera– narra que les dijeron que estaban en manos de Los Zetas y que rezaran, porque no sobrevivirían.
“Éramos como unas 15 personas hincadas sobre grava; fue un momento muy tétrico porque todos empezaron a rezar. A mí, del miedo, se me olvidó el Padre Nuestro”, dice.
Después de ser interrogados por alguien a quien llamaban “el comandante” sobre si pertenecían a algún grupo rival, si vendían o consumían drogas, sobre sus actividades y las de sus familias, fueron nuevamente subidos a los vehículos y llevados a un paraje del desierto. W. lo advirtió porque cuando la sacaron del departamento estaba descalza y sintió la arena en sus pies.
Los jóvenes recuerdan que eran vigilados diariamente por seis personas, tres en cada turno de 12 horas; hombres al parecer de rancherías cercanas, de entre 30 a 45 años, incluso un menor de 17 años quien les confesó que “ya tenía varias calaveras” y que estaba ahí porque “el comandante tenía a su hermanita de 10 años, y para verla tenía que hacer lo que le ordenaran”.
“En los primeros días mataron a una persona delante de nosotros. Le dieron tres balazos y después la echaron en un tambo de 200 litros con agujeros a los lados y en la parte de abajo; le pusieron dísel y le prendieron fuego; duró varias horas la quema. Cuando terminó, hicieron un hoyo en la tierra y vaciaron el tambo y lo pusieron boca abajo. Nos decían: ‘El que sigue eres tú’, que nos iban a cortar la cabeza y nos mencionaban mucho que nadie nos iba a encontrar. Cuando yo salí quedábamos cinco de 20”, cuenta con dificultad R.
Durante el tiempo que estuvieron en poder de Los Zetas, R. y W. conocieron a una mujer de nombre Marichuy, originaria de Chiapas, que llevaba dos meses secuestrada. Fue entregada a Los Zetas por custodios del Cereso de Torreón luego de que fue a visitar a su esposo interno.
Una noche en que los movieron del paraje para llevarlos a otro cercano donde había más camionetas, escucharon varias veces la voz del “comandante” y después balazos. Una de las víctimas fue Marichuy.
“Nos regresaron al lugar donde estábamos y ahí escuchamos cómo despedazaban a Marichuy a machetazos; luego la echaron en un tambo con dísel y removían todo con una tabla que tenía la letra zeta: lo sé porque los del turno de la mañana me quitaban la cinta de los ojos y me contaron lo que hacían con esa tabla, que también usaban para golpear en la espalda y en las nalgas.
“Cuando terminaron con Marichuy uno de los guardias nos dijo: ‘Ni me hablen porque estoy enjaquecado, esa vieja me costó mucho trabajo’. Antes de morir, Marichuy me pidió que avisara a su familia, pero no supe su nombre completo, sólo que era de Chiapas y tenía cinco hijos, el más chiquito de dos meses. Guardo de ella un pedazo de tela con su sangre”, confía W.
Durante el tiempo que los jóvenes estuvieron en poder de los sicarios, escucharon conversaciones por radio y por celular que revelaban la colusión con autoridades municipales, estatales y federales, las cuales informaban de movimientos de las Fuerzas Armadas.
“A nosotros nos decían ‘cabritos’, a los federales les decían ‘feos’ o ‘mocos’, los municipales eran ‘cacos’ o ‘azules’, los estatales no tenían apodo. Todos alertaban de los movimientos de los ‘aguacates’, los militares”, recuerda R.
Los sicarios se cuidaban del Ejército, agrega W. “El chavalillo de 17 años me dijo que cuando escuchara que los militares estaban cerca, estuviera alerta y que a una señal suya corriera al monte, no a la carretera, porque cuando les caían los soldados mataban a todos, víctimas y victimarios, que hacía unos días eso había pasado en un lugar que llamaban ‘las marraneras’… no dejaron a nadie vivo”.
Después de 14 y cuatro días, respectivamente, y sin explicación, R. y W. fueron liberados.
Una semana después de regresar con su familia, Los Zetas llamaron a R. para extorsionarlo y W. se rehusó a encender el celular que “el comandante” le dio para pasar por ella e ir al cine.
Con información de EFE y AP
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